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No olvidar la doctrina

20 de noviembre de 2023
Imagen:
Isdec

En la cultura actual, las palabras doctrina o dogma suelen ser usadas en sentido peyorativo. Fácilmente se trata de dogmático al que tiene convicciones serias y arraigadas en su mente y en su corazón, pero se mira esto más como un defecto que como una virtud. Según esta crítica, nadie debería creer constantemente en nada y mucho menos tratar de convencer a nadie de eso en lo cual se cree. A tenor de esta crítica, muchas convicciones, incluso de tipo religioso y espiritual, atraviesan hoy por una crisis creciente. Este fenómeno también ha tocado las toldas de la Iglesia católica.

La Iglesia ha tenido una preocupación grande por formar cada día más hondamente a todos los bautizados que quieran crecer sólidamente en la fe. Y son precisamente algunos de ellos los que hoy están levantando la voz y la mano para dejar constancia de que no se están sintiendo seguros en lo doctrinal. Perciben como si dentro de la Iglesia se hubiera filtrado el humo de la confusión, del relativismo, de la opinión por encima de la doctrina cierta. Y lo sienten en campos tan delicados como el valor de la vida, las condiciones para recibir los sacramentos, la interpretación de la Palabra revelada, las orientaciones morales en los campos esenciales del comportamiento personal y social, etc. En síntesis, hay sectores de la Iglesia que sienten que la doctrina, o está siendo descuidada o ha perdido en parte su norte. Asunto delicado.

El origen de esta inquietante sensación puede ser variado. Uno tiene que ver con la superficialidad con que los grandes medios de comunicación se refieren a la doctrina de la Iglesia en cualquier campo y así lo transmiten a la humanidad. Otro puede ser la excesiva exposición de los maestros de la fe a los medios de comunicación, lo cual los obliga a estar hablando permanentemente sin quizás tener tiempo suficiente para el estudio y la reflexión, elementos de la mayor importancia en un mundo en constante cambio y retador al máximo de la institución espiritual y religiosa. Un tercer origen puede estar en una mala comprensión de los esfuerzos de la Iglesia, y en concreto del Romano Pontífice, por acercar la doctrina evangélica a las realidades concretas de las personas y las comunidades. Se siente temor –en parte el Sínodo lo resintió- de un nuevo o renovado modo de proponer la fe a los fieles. En fin, las causas de esta sensación de cierta oscuridad doctrinal pueden ser muy variadas.

Sin embargo, hay que tomar muy en serio este fenómeno. La Iglesia universal y las iglesias particulares no deben quedarse cortas ni inactivas en el cuidado y correcta difusión de la doctrina católica, cuya elaboración, partiendo de la fuente bíblica, ha sido un trabajo adelantando con mucho cuidado durante veinte siglos.

En el mundo actual y la cultura imperante esto constituye un reto muy grande. Porque estos dos ámbitos tienen también sus “doctrinas” y las difunden día y noche en un elaborado trabajo, que, en ocasiones, reviste un minucioso carácter de alienación de las personas. Si la Iglesia se pone en plan de vivir según el espíritu del tiempo, simplemente terminaría por borrar de su patrimonio la fe que profesa y que es la causa última de su unidad y de su misión.

Nadie en la Iglesia, comenzando por los pastores del pueblo de Dios, pueden olvidar o descuidar el aspecto doctrinal, especialmente en lo que atañe a la fe y a la moral. Este descuido genera movimientos integristas o retardatarios y, también, lo cual quizás sea más nocivo, modos supuestos de vida cristina que, en el fondo, nada tienen que ver con los evangelios ni con la persona de Jesucristo, aunque se le invoque a voz en cuello.

Quizás sea la hora de volver a llamar a los grandes teólogos de siempre al estrado, mediante su lectura y estudio, y de dar más voz hoy en día a los teólogos, para que acompañen e iluminen el discernimiento que cada cristiano debe hacer para que su vida sea siempre lo que Dios quiere que sea y no otra cosa.

Oficina Arquidiocesana de Comunicaciones
Fuente:
OAC
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